lunes, 27 de febrero de 2012

Jardín Botánico de Akureyri

Hay un chiste sobre Islandia que te encuentras hasta en la sopa: ¿qué debes hacer si te pierdes en un bosque islandés?... ponerte de pie. Dejando de lado lo manido del chiste, hay algo de cierto en él. Islandia es un país pelado en el que de sus árboles me llamaron la atención dos cosas: su escasez y su aspecto de haber sido todos plantados en los diez últimos años. En la zona noreste del país, a dónde no acudí, dicen que hay bosques de abedules que medran en el microclima de algún valle protegido, pero en la mayoría del territorio, una ladera repoblada de alerces de tres metros de altura es todo un bosque.
Tampoco es de extrañar, habida cuenta de que el verano islandés es más desapacible que el invierno mediterráneo y de que hablamos de un país donde una erupción te puede cambiar la línea de costa en cientos de metros, inundar extensiones de terreno del tamaño de una provincia española o cubrir de ceniza todo el sur del país. Por otro lado, el clima islandés no es tan duro como podría parecer a simple vista. La corriente del golfo lo endulza de manera que al lado de los rigores groenlandeses es una delicia, y las mínimas ni se acercan a las exageraciones de algunas zonas de bosques boreales como Siberia o Canadá, por lo que parece que en la ausencia de arbolado debe estar de nuevo la mano del hombre: el pastoreo y las necesidades de madera de los primeros pobladores, unidas a la escasa capacidad regenerativa de un territorio volcánico y helado, dieron lugar al actual desierto islandés.
Muestra de que en Islandia la vegetación es posible, es el Jardín Botánico de Akureyri, la principal ciudad del norte de Islandia. Otra curiosidad islandesa es que el clima norteño puede ser más benigno que el del sur del país (cosas de las corrientes marinas y el posicionamiento de los anticiclones y borrascas) pero aún así, cuando me acerqué a conocer este parque botánico, no esperaba encontrar mucho más que una colección de coníferas y plantas diminutas de aspecto musgoso, así que la sorpresa de encontrar este colorido y frondosidad fue mayúscula. 



El jardín es pequeño, poco más de tres hectáreas, y cuando llegué, a primera hora de la mañana (que nadie se piense que estaba amaneciendo, era Julio y el sol no descansaba) un pelotón de jóvenes con pinta de jardineros voluntarios escuchaban las instrucciones de una mujer de pelo blanco al lado de los invernaderos y a continuación se desparramaban cargados de azadas y tijeras por todo el parque. No me extrañó lo exquisitamente cuidado que parecía el parque. El jardín contiene importantes colecciones de plantas nórdicas y nativas de Islandia y además de funcionar como parque urbano por el que se puede pasear libremente, funciona como vivero y campo de pruebas para la producción de plantas válidas para las duras condiciones islandesas. 







El parque es una delicia, como el resto de la ciudad (lo de ciudad es por comparación, no pasa 17.000 habitantes), una cuadrícula de calles que se deslizan sobre las laderas de una montaña hacía un fiordo espectacular en el que se bañan la ballenas. En base a lo que vi paseando por allí, puedo concluir que los habitantes de Akureyri son aficionados a las barbacoas, las camas elásticas, los coches todoterreno de tamaño gigantesco, las figuritas decorativas en el alfeizar de la ventana (diminutas, supongo que para tratar de compensar el equilibrio del universo por el tamaño de los coches) y también, ole por ellos, la jardinería. 

sábado, 25 de febrero de 2012

Aquí no hay césped: Quinta de los Molinos

El sábado pasado, aprovechando que tenía que ir a Madrid temprano, aproveché la delicia del desahogo en el tráfico y el aparcamiento para acercarme a un parque del que había leído unas cuentas referencias bastante sugerentes. La referencias eran buenas. El parque Quinta de los Molinos, situado en la calle Alcalá, a la altura del número quinientos y pico, es un ejemplo excelente de otro tipo de jardinería que podemos llamar finca de recreo agrícola. La enorme parcela cuadrada repleta de ordenadas hileras de almendros que te encuentras a la entrada del parque, me trajo a la cabeza de manera inmediata con el impacto de las cosas que enamoran a simple vista las cuadrículas de trigo y olivos del Mas de les Voltes de Fernando Caruncho. En este parque no hay césped, y sí muchos árboles y arbustos de carácter mediterráneo entre los que destacan las plantaciones de almendros. No tuve suerte y aún no estaban en flor, pero es sorprendente encontrarte en medido de Madrid grandes parcelas de almendros adehesadas.  El parque, de tamaño muy considerable (veinticinco hectáreas) está rodeado por un elevado muro, lo que unido a las parcelas aradas de almendros y a la poca afluencia de visitantes (al menos este sábado, sólo unos cuantos corredores, pensionistas paseando al perro y algún raro como yo),  tiene un poder evocador importante. Mientras sacaba algunas fotos, veía en la distancia una pareja paseando bajo el luminoso cielo madrileño entre las hileras de árboles desnudos, y tuve una sensación que parecía certeza de encontrarme en un lugar muy apartado de Madrid. Una finca en el interior de Mallorca o en la costa brava habría dado mayor coherencia a la imagen que un parque urbano de la capital. 


Las plantaciones, creo que las firmaría Heidi Gildemeister y son de un ejemplo de lo que da de si la frondosidad mediterránea hasta en un clima de veranos tórridos como el de Madrid, cuando se eligen bien las especies. El parque, de bajos requisitos de mantenimiento, está articulado a través de grandes parcelas rectangulares y triangulares de almendros, separadas por bosquetes de pinos carrascos, eucaliptos, cipreses, acacias, encinas y olivos. Los setos son anchos macizos de lilas y el suelo está cubierto por hierba y por lirios y hiedras en las zonas con pendiente. 






El parque fue propiedad del César Cort, y pocos años después de su fallecimiento, en 1980, la familia o cedió al Ayuntamiento de Madrid, a cambio de la urbanización de unas pocas hectáreas de la finca original. No sé para la familia Cort, pero para los madrileños fue un buen acuerdo. Y si ya me resultó curioso que en pleno Madrid haya un parque tan poco conocido y peculiar, más impactante me resultó aún ver que poco más abajo en la calle Alcalá, hay otra finca, de aspecto también espectacular, pero en este caso cerrada al publico con amenazas de mordiscos.  

domingo, 19 de febrero de 2012

Bella decadencia

No me gustan nada las plantaciones de flores como petunias y pensamientos que cada pocos meses reponen en las medianas y rotondas de nuestras ciudades. Ni me gustan estéticamente, ni me parecen que sea una solución sostenible. Supongo que las empresas de jardinería que tengan contratos con el ayuntamiento de una ciudad como Madrid para plantar miles de plantas de flor cada pocos meses preferirán esto a plantar arbustos y perennes que aguantarían unos cuantos años sin ser reemplazadas. Mejor ranúnculos que tomillo, mejor césped que un macizo de gramíneas, para qué pensar si luego podemos dar la lata a los ciudadanos con lo de ser ecológicos. ¿El concejal que se dedica a lanzar campañas de publicidad para tratar de estropearme con problemas de conciencia una ducha medianamente larga, no debería empezar por convencer al compañero que se encarga de los jardines de que tener césped en una rotonda es una memez? Por eso, entre otras cosas, me gusta tanto el movimiento de diseño de jardines con perennes, cuyo gurú es Piet Oudolf. La obra de Oudolf se basa en algunos principios como:
  • Las plantas deben ser elegidas por su forma y su textura, más que por su color.
  • Las plantas se dejan en su estado natural a lo largo del todo el año de manera que durante el otoño y el invierno los jardines lucen la estructura de sus tallos, semillas y hojas secas.
  • Sólo con la llegada de la primavera se cortan y retiran los esqueletos de las plantas del año anterior para abrir espacio al crecimiento de las nueva temporada. 
El resultado son jardines más sostenibles, naturales y, desde mi punto de vista, hermosos. Pero su eje central, las perennes, tiene un talón de Aquiles: la mayoría de las perennes no son perennes. Una explicación a esto: lo que llamamos perennes son plantas herbáceas (a diferencia de los árboles y arbustos) que viven dos o más años (a diferencia de las anuales) y entre las que algunas conservan su follaje durante todo el año (perennes en todo el sentido de la palabra) y otras lo pierden para pasar el invierno (lo que los más puntillosos llaman vivaces) Los jardines de Oudolf están formados principalmente por vivaces, esto es, perennes que amarillean o pierden sus hojas en el invierno. A pesar de las fotos espectaculares de estos jardines que aparecen en algunos libros, tenía muy sería dudas sobre su aspecto invernal, dudas que he confirmado con la visita que he podido hacer a Potters Fields, una creación de Oudolf a orillas del Támesis. Sin matices: en el mes de enero el jardín puede parecer feo de narices.  Hace un par de años me habría extrañado de que en pleno centro de Londres tuvieran un parque abandonado. Aquello parecía un barbecho de malas hierbas, al que hay que mirar con buenos ojos para poder ver lo que esconde detrás. Porque lo que se esconde detrás de esta aparente dejadez invernal son jardines de indudable belleza en verano y grandes momentos de esplendor en invierno, especialmente cuando la escarcha se hiela sobre las plantas secas. 
Y sobre todas las cosas, lo que convierte a estos jardines en algo tan especial, es que te entregan el lujo de poder disfrutar del paso de las estaciones, el ciclo de la naturaleza, nacimiento, esplendor y caída, lo cual que ya es algo que dentro de las ciudades muchas veces hemos llegado a aniquilar. Para poder disfrutar de todo esto, en palabras de Oudolf, es necesario aprender a aceptar la decadencia y ver la belleza que hay en ella. ¿Estamos preparados para ello o preferimos ver petunias todo el año?

domingo, 12 de febrero de 2012

Yo puedo

¿Puede alguien que haya crecido en la espesura de un bosque, donde hay que abrirse camino entre la infinidad de troncos para llevar una carta al correo, comprender lo que es tener que esperar toda la infancia para que crezca un solo árbol?
Esta pregunta la hace el protagonista de la novela Rosa Candida, de la autora islandesa Audur Ava Ólafsdóttir, al final del capítulo 18. Yo sí puedo. Hace ya muchos años, en la primera visita que nos hizo, el que luego se convirtió en mi cuñado le explicaba a mi padre cómo construir un soporte para algo, y le sugería que cortase una vara de unos dos metros bien recta de cualquier árbol, cuando mi padre le interrumpió para preguntarle, ¿y de dónde saco yo una rama de dos metros? Mi cuñado, criado en la montaña cántabra, miró perplejo a su alrededor, y hubo de admitir con una sonrisa desolada que aquello no era tarea fácil en nuestra tierra. 
He crecido en un páramo, donde además de algún almendro solitario, unas cuantas encinas y quejigos perdidos en la extensión cerealista y las laderas de raquíticos pinos de repoblación, no había mucho más, y árboles de los que me siento orgulloso por medir ahora cinco o seis metros, lo hacen después de casi treinta años, así que sí, sí sé lo que es esperar toda una infancia para ver crecer un árbol. 
Dicho lo cual, tampoco es justo que me compare con el protagonista de la novela, pobre muchacho enamorado de la jardinería que le tocó nacer en un país de lava, roca, hielo, musgo y hierbas ralas. 





Bosco Verticale

En el bloque de pisos donde vivo, cada ventana tiene una jardinera de tamaño no despreciable. Haciendo un rápido recuento visual desde las alturas de mi noveno piso, puedo concluir que el 90% de las jardineras están totalmente vacías. Hasta cierto punto es normal, su escasa profundidad y elevada capacidad de drenaje, exigen un cuidado constante. Si nos dispones de algún (complicado por la ubicación de las jardineras) sistema de riego automático, una ausencia de una semana en verano puede ser fatal. Por eso, cuando he visto estas imágenes, me ha venido a la cabeza una lista interminable de problemas a resolver en un proyecto de este tipo: sistemas de riego, acceso a las zonas ajardinadas, zonas de sombra constante, mantenimientos centralizados o distribuidos, etc, etc. 



El Bosque Vertical es un proyecto de construcción de dos torres en Milán diseñadas por el estudio de arquitectura de Stefano Boeri. El proyecto busca mejorar las condiciones de vida de los habitantes de estas viviendas en particular y de los milaneses en general, mediante el desarrollo de un amplio espacio forestal que no exija una superficie de terreno de precio imposible o robada a zonas agrícolas o forestales. El edificio soporta un juego de jardineras de hormigón armado estratégicamente ubicadas para dar una cubierta vegetal a todo el edificio. 



Novecientos árboles de distintas especies y rangos entre 3, 6 y 9 metros de altura máxima y miles de arbustos y plantas cubresuelos. El equivalente a una hectárea de bosque, que en un entorno urbanizado con sus calles, casas y espacios públicos se expandiría hasta las cinco hectáreas.  


Además de las ventajas estéticas y del gustazo de tener un jardín de verdad en la terraza de un piso convencional, el proyecto persigue ventajas medioambientales y de calidad de vida claras en términos de consumo de CO2, filtrado del aire, termoregulación, control de la humedad y efectos de pantalla acústica.
Existirá un sistema centralizado de riego que reutilizará las aguas grises generadas por los habitantes del edificio, que además contará con sistemas de producción energética eólica y fotovoltaica. El mantenimiento del bosque, como es lógico, también será centralizado. El proyecto ya se encuentra en construcción, así que habrá que esperar un par de años para ver los resultados. Mientras, yo sigo con mis plantaciones de ajos y cebollas en las jardineras que me han tocado.
Fuente: Boeri Studio

viernes, 10 de febrero de 2012

Tanto que aprender


Esta mañana me alegraba de las podas inteligentes que están realizando este invierno en los árboles de mi ciudad. Y del esfuerzo por replantar los árboles perdidos. En la poda, eliminan las ramas que apuntan hacía abajo con ganas de arañar el techo de los autobuses, alguna interior que se cruza, y poco más. El resultado de la poda es una copa más elevada, proporcionada y abierta a la luz y en definitiva, nadie diría que el árbol ha sido podado. Además, las ramas que cortan pasan directamente por una trituradora, que es la niña de mis ojos, para hacer compost. Todo como Dios manda. 
No siempre ha sido así, o mejor dicho, nunca ha sido así. No hace ni cinco años desmocharon los plataneros del parque empresarial donde trabajo en el mes de octubre. Un inciso. Desmochar: Quitar, cortar, arrancar o desgajar la parte superior de algo, dejándolo mocho. Mocho: que carece de punta o de la debida terminación. Qué sabia es la lengua castellana. Los desmocharon, decía, en el mes de octubre cuando las hojas empezaban a amarillear, y alguien me argumentaba que era lógico, porque así se evitaban tener que recoger hojas durante todo el otoño. Esto es como la solución de Bush a los incendios forestales, cortamos los árboles y así no se queman. Los plataneros, que deben ser la especie más sufridora de este planeta, se recuperaron (los que se recuperaron, algunos aún lucen cuatro ramas raquíticas por encima del muñón) pero  por favor, dejemos a los plataneros en paz, sigamos el ejemplo de los londinenses, que tienen la ciudad llena de plazas como esta:
De momento, en mi ciudad los últimos años los han respetado, aunque igual por falta de tiempo, porque el año pasado estuvieron ocupados destrozando los Negundos  de la calle a la que da la ventana de mi oficina. ¿Por qué? No lo sé. La enorme rama horizontal del cedro del Líbano de la Fuente de la Fama del Campo Grande de Valladolid, muchos años sostenida por un cable de acero sujeto sobre el tronco protegido por listones de madera ha desaparecido en mi última visita. ¿Seca? ¿Riesgo para los viandantes? ¿Riesgo de desgaje para el árbol? ¿O simple desidia para evitar el mantenimiento de los tensores? No lo sé. 
Desconfío, y eso que ya ni siquiera sé por qué me extraño, ayer mismo un amigo que está buscando una casa me hablaba de un chalet que había visitado, y uno de los valores de la vivienda en cuestión era que tenía el patio solado con una buena capa de hormigón. Vivo rodeado de herejes. Por contra, como para demostrar la teoría de equilibrio de fuerzas en el universo, hace poco me he encontrado con lo que hacen en el parque Kenrokuen de Japón para proteger los árboles de las nevadas. Cuerdas atadas a los extremos de las ramas y reunidas en un vértice como una tienda de campaña, para soportar el gran peso de la nieve de un clima frío y muy húmedo. Postes apuntalando las ramas horizontales de pinos antiquísimos. A partir del 1 de Noviembre, un enjambre de jardineros se ponen manos a la obra y protegen sus árboles con la meticulosidad de un pueblo capaz de polinizar cerezos a pincel:



Fuente: Chotomatte

Ivan Hicks

Entre la elegancia de Andrea Cochran, el clasicismo de Fernando Caruncho o el conocimiento enciclopédico de Piet Outdolf, los jardines de Ivan Hicks se abren paso a codazos como una chiquillada traviesa. Cuando ves la obra de la mayoría de los jardineros y paisajistas de moda, sientes ganas de pasear, de poner los brazos en jarras, aspirar hondo y disfrutar de lo que se levanta antes tus ojos, o como mucho de llamar a un montón de amigos y preparar una comida al aire libre con manteles de lino y velas. Con los jardines de Ivan Hicks, en cambio,  se te escapa un "alguien se apunta a un escondite". El mismo Hicks explica en una entrevista que su Bosque Encantado de Groombridge está basado en las mismas tradiciones que las historias de Harry Potter o el Señor de los Anillos de Tolkien, lo que él quiere es volver a los bosques en búsqueda de la diversión y la magia. Se dice que Ivan Hicks bebe al tiempo de las fuentes de la mitología céltica y su culto a los árboles y del movimiento surrealista del siglo XX. Con eso está dicho casi todo. Unas pocas fotos de su Bosque Encantado de Groombridge o de las praderas de su Mundo para Mariposas añaden el resto. 









LinkWithin

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...